24 de abril de 2017

El sentido profundo del Amor de Dios



EL SENTIDO PROFUNDO DEL AMOR DE DIOS

Por Antonio García-Moreno

1.- CONSTANTES EN LA DOCTRINA.- El pasaje bíblico de hoy, tomado del Libro de los Hechos, nos presenta una instantánea de la vida en la primitiva Iglesia. Tiempos de una importancia especial, momentos en los que vivían los apóstoles, cuando vibraban aún en el aire las palabras del Maestro. Tiempos paradigmáticos, modélicos, cuando se echan los fundamentos de la Iglesia, y se vive con más pureza y autenticidad el mensaje que Cristo trajo a la tierra.

Eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles, fieles a la doctrina que ellos predicaban, a pesar de ser un tanto extrañas y chocantes en el ambiente contemporáneo. Hablaban de amor cuando se vivía con odio, hablaban de paz cuando se avecinaba la guerra, de perdón cuando existía mucho rencor, de vida pura y casta cuando había mucha lascivia y erotismo... Los apóstoles no trataron de suavizar el mensaje, de acomodarlo más o menos a sus oyentes, de limar aquellas estridentes aristas de las palabras de Jesús de Nazaret. Y muchos aceptaron, no todos por supuesto, y aceptaron hasta las últimas consecuencias, dispuestos a dar su sangre por defender la pureza de su fe y de sus costumbres. Y muchos dieron testimonio con su muerte heroica entre las llamas, o entre las garras de las fieras. Y muchos más dieron su testimonio con una vida callada, una vida laboriosa y honrada, una vida entregada al servicio generoso de los demás. Constantes en la doctrina, fieles siempre a la enseñanza de Pedro, el primer papa, y de los apóstoles, los primeros obispos.

Vivían unidos, se amaban hasta el punto de transparentarlo exteriormente, se ayudaban hasta los más grandes sacrificios, rezaban y cantaban juntos, participaban gozosos en la fracción del Pan, el santo sacrificio de la Misa, el Sacramento del altar. Eran hombres encendidos por la fe, luminarias que Cristo vino a prender en la tierra.

La gente estaba maravillada ante aquel espectáculo. Mirad cómo se aman, decían. Y la multitud de creyentes crecía sin cesar hasta el punto de exclamar sin jactancia: Somos de ayer y lo llenamos todo... La Iglesia, nosotros los cristianos, es, somos, un signo de salvación para todos los pueblos. Un testimonio evidente del amor infinito de Dios. Un testimonio que ha de estar hecho de una vida honrada y laboriosa, una vida limpia y casta. Testimonio de comprensión y de apertura, de perdón. Testimonio de lealtad a unos principios y a una moral, de constancia y fidelidad en es-cuchar y practicar lo que enseña nuestra santa madre la Iglesia católica, apostólica y romana.

2.- EL PERDÓN DE DIOS.- Antes de perdonarnos los pecados, la Iglesia nos recuerda en la fórmula del sacramento de la Penitencia que Dios Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados. Ya el profeta Ezequiel, cuando habló de la renovación mesiánica, vaticinó la purificación mediante la aspersión del agua y un cambio del corazón, infundiendo un Espíritu nuevo que haga posible el cumplimiento gustoso de la Ley de Dios.

También san Juan nos refiere cómo Jesús habló a Nicodemo de una regeneración espiritual por medio del agua y del Espíritu. En el pasaje de hoy, el Señor transmite a sus apóstoles el divino poder de perdonar los pecados, soplando sobre ellos al tiempo que les dice que reciban el Espíritu Santo.

Ese soplo de Cristo sobre los apóstoles recuerda el soplo de Yahvé sobre el rostro del primer hombre, cuando todavía era un montón de barro. Con esa leve espiración, Adán cobró vida y sus ojos brillaron con la chispa luminosa de la razón. En el caso de Cristo, también ese soplo hizo posible una nueva creación, una nueva historia en la que el hombre puede reconciliarse con Dios, ser perdonado y restituido en su condición de hijo de Dios.

Es cierto que a fuerza de recibir con frecuencia un mismo bien, corremos el riesgo de no apreciar debidamente ese don, por muy excelso que sea. Eso es lo que puede ocurrirnos con el perdón divino, que a fuerza de recibirlo una y otra vez, perdamos el sentido profundo que tiene, y despreciemos el valor excelso que encierra. Hay que reaccionar, hay que recapacitar y comprender que nada hay tan valioso como el perdón de Dios.

Por otra parte, ese perdón ha de fortalecernos en nuestra lucha contra el pecado. No podemos abusar del amor divino, no podemos jugar con su disposición permanente de compasión. Al contrario, ese perdón del Señor, esa bondad que entraña, ha de mantenernos más firmes en el combate, deseosos de agradar a quien tanto nos ha perdonado, dispuestos seriamente a no caer jamás en el pecado.

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