4 de marzo de 2018

Servir y amar a todos como Cristo nos amó

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SERVIR Y AMAR A TODOS COMO CRISTO NOS AMÓ

Por Antonio García-Moreno

1.- LEY DIVINA Y HUMANA.- Israel sufría bajo el yugo del Faraón, que hacía trabajar a los hebreos en las grandes construcciones desde el amanecer hasta el ocaso. Días largos de fatigas y vejaciones. Un período que marcaría para siempre a los israelitas. El pueblo gemía y clamaba al Cielo. Entonces Dios escuchó su clamor y extendió su brazo poderoso, venciendo la terquedad y el poderío de los egipcios.

En este pasaje bíblico el Señor recuerda a su pueblo el pasado, para que lo tenga en cuenta al emprender el camino del futuro. Yo te he conquistado, les viene a decir, yo te he librado, yo tengo derecho a tu vasallaje. La Alianza pactada hacía que Israel fuera desde entonces total pertenencia de Yahvé que, a su vez, se constituía en Dios de su pueblo. Yo seré tu Dios, dice también, y tú serás mi pueblo. Tú me servirás y yo te protegeré. No olvides, añade, que yo soy un Dios celoso que castiga a los que rompen su Alianza y se compadece de los que la guardan.

También a ti te ha sacado de la esclavitud del pecado, se ha compadecido de ti y te ha dado su ley de amor. Sin él estarías sometido al yugo insoportable de Satanás. Por eso sus palabras vuelven a resonar para ti: "No tendrás otros dios frente a mí...". El Señor no admite particiones, no tolera las medias tintas. O se está con él, o contra él. No lo olvidemos nunca.

En el Decálogo hay unos preceptos que se refieren a Dios y otros que se refieren a los hombres. Así, después de recordar que hay que amar de todo corazón al Señor, que hay que respetar su santo nombre y santificar las fiestas, Dios nos habla de la obligación que tenemos hacia nuestros padres. Y para que comprendamos la importancia de este mandamiento, nos promete que, si lo cumplimos, tendremos una larga vida sobre la tierra.

El amor a los padres es, de ordinario, un sentimiento que está metido en nuestra misma naturaleza, algo que sale espontáneo del corazón del hombre. Pero Dios quiere reforzar ese sentimiento y ese lazo que nos ha de unir con nuestros padres. Por eso le da la primacía sobre los preceptos restantes y añade una promesa para quienes lo cumplen.

De ahí que el desamor hacia los padres es un pecado gravísimo. Es antinatural no preocuparse de ellos, no ayudarles, no comprenderles, olvidarles, abandonarles. A veces somos como tremendamente egoístas. Estamos pendientes de ellos cuando los necesitamos y cuando no, los olvidamos. Es triste ver en tanta soledad a muchos ancianos, cuyos hijos ni se acuerdan de ellos. Ojalá cumplamos la ley divina, y también humana, y no olvidemos nunca a nuestros padres.

2.- EL CELO DE DIOS.- Como estaba cercana la Pascua, Jesús sube a Jerusalén. Era una de las fiestas de peregrinación, junto con la de Pentecostés y la de los Tabernáculos. Días en los que se enfervorizaba el pueblo y al compás de un paso regular, a través de largas andaduras, se avanzaba hacia Dios, recordando que la vida entera es para cada uno un éxodo continuo en el que, por los caminos de la tierra, nos dirigimos al cielo.

 Cuando Jesús llegó a la explanada del Templo, la preparación de la fiesta se encontraba en plena efervescencia. Los cambistas de moneda atendían a los peregrinos que llegaban de la Diáspora con moneda y debían cambiar para tener moneda propia de templo: los siclos. También, los vendedores de los animales para el sacrificio hacían su negocio entre la algarabía propia de un mercado. El Señor se llenó de indignación ante aquel cuadro deplorable, indigno de la casa de Dios. Haciendo un látigo con cuerdas arremetió, él solo, contra toda aquella chusma.

Es un gesto que nos resulta sorprendente, dada la actitud serena que de ordinario vemos en Jesús. Sin embargo, quiso mostrarnos el furor de su ira para que entendamos lo grave que es hacer un negocio de las cosas de Dios, para que comprendamos cuánto abomina Jesús a quienes en lugar de servir a la Iglesia, se sirven de ella para medrar en lo temporal.

Nunca debemos hacer de la religión un negocio, nunca podemos mezclar los valores de la fe con otros valores materiales, ni servirnos de nuestra condición de católicos para escalar peldaños en la vida social. De lo contrario corremos el peligro de convertir la Iglesia en casa de contratación, en una especie de supermercado de las cosas del espíritu.

Todos debemos reflexionar en la presencia de Dios, pues todos podemos caer en la tentación de buscar intereses materiales a costa de la Iglesia o de quienes la representan, todos podemos convertir nuestras relaciones con Dios en trato de charranes. Ante la Iglesia, es decir ante Jesucristo, la única actitud válida es la de servicio desinteresado y generoso.

El único premio al que tenemos que aspirar por servir a Dios es la recompensa eterna, la paz del alma, la alegría de la renuncia a sí mismos en pro de una causa noble. Esa es nuestra esperanza y nuestro gozo, la de servir y amar como Cristo nos amó y se entregó en redención por muchos. Vivamos siempre con una honda visión de fe, con unas categorías diversas a las que se usan en el comercio o en la política. De lo contrario convertiremos, nosotros también, la casa de Dios en madriguera de trúhanes.

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